―Martín,
que mientras tú apuras esa copa, una vida se ha declarado desierta.
―Claro,
que tú estás bebiendo agua...
―Y
cómo se nota el sulfito.
―Si
lo que no se dé en estas terrazas...
Así
empezamos. Luego cruzan las alturas angelotes de neoclasicismo burdo
descolgados de la Iglesia de San Pedro el Viejo y nos tocan las
campanas alhajados de muchedumbre y sol de primer marzo. Porque cómo
está la calle del Nuncio. Son las seis y al ballet de contraluces
(favorecedores) se une una larga cola de marujas devotas que han ido
a presentarle honras a un muñecón que tienen encerrado en la
iglesia, un hierático Jesus el Pobre, que es de cerámica y le
presiento hastiado de manoseos.
Yo
he tenido un rato de conjurarme contra el peso muerto del día, de
holganza castiza y alzamiento de vidrios, en el Madrid céntrico de
terrazas breves y actitud dominante, y luego me he sentado a esperar
a AA en el Café del Nuncio, una cosa a dos alturas, con dos entradas
espaciadas por un tramo de escaleras, que marcan el descenso del
templo hasta otros niveles de estrada y tacón (que ya es mala baba).
Al
café he llegado, digo, levantando puentes entre mejillas femeniles y
las primeras faldas de la temporada, después de haber prestado
profesional servicio a la señorona belga de olor a abrótano macho
(y a la que, una vez más, he llevado al Corteinglés). No sé a qué
esta fijación conmigo. Pero tiene su frase favorita la señorona. De
mañana me llama al móvil y tiene su frase favorita:
―Amog,
hay que echarle material a la estufa.
―¿Hoy?
―¿Algún
problema?
―Ninguno.
―Diez
cuagenta y cinco.
Y
Martín recoge a la señora en su piso de Serrano a las diez cuarenta
y cinco con la esperanza de no tener que echar material a la estufa
hoy con la esperanza de ejercer exclusivamente de
acompañante-chauffeur hoy y la lleva al Corteinglés de
Sanchinarro a descambiar unas corbatas que no le han gustado a su
marido. El joven Martín ha dejado de preguntarse por qué hace estas
cosas, para qué, pues sabe que se llega más lejos sin los temblores
del reparo, y porque hace tiempo que esa pregunta no entraña dudas:
uno es que todavía espera prosperar.
Lo
cual que luego de una mañana desacelerada y agónica entre
probadores y perfumerías he puesto fin a mi servilismo, aceptado una
propina de la belga, abandonado el coche en zona azul sin tique (La
Latina), y me he ido figurando en cada pestaña de vida veterana
hasta caer por donde el Nuncio, al frente de mi destino lírico y
jodiente.
El
entorno de la iglesia, cuando he llegado, presentaba una concurrencia aún
escasa. Me he sentado en una de las mesas y al chico le he molestado
en dos ocasiones, cuestión: cerveza. Miro sobre los balcones
volanderos la hora del Madrid escondido, la solemnidad de los muros
salpicados de esa luz traviesa que te sorprende por las esquinas más
insólitas, haciendo regates a arquitecturas represivas y primer
atardecer, y la fiebre de las conversaciones por las esquinas, el
flujo humano y turista, los bares abiertos al mundo, cabezas de gamba
pisadas y plisadas, la sobremesa.
Entonces
ha ocurrido que se agregaba un nuevo hecho a la tarde, se comenzaba
una cosa distinta, que incluía yo en mis proyectos de extravío.
Allí estaba él.
―Ángel
Antonio.
―Martín.
AA
sube los escalones de tres en tres, o de dos en dos. Le salgo al
paso. AA es un soplo cadencioso de americana negra de pana y foulard
beige trigo-herido. Melena canalla, de capitán sin barco de la mar
océana, empeine y tacón lustrados en piel negra, prurito dandi. De
su mano he recogido un saludo enérgico, a más de un sobre marrón
con dentro un libro de autoría propia (suya, claro), que he
agradecido mucho.
―No
tenías que molestarte...
―Corta
la modestia, que enseguida se convierte en mariconada.
―Qué
alivio.
Nos
ponemos cómodos, nos desflemamos. Le señalo la asistencia cuqui que
circuye el Templo. Espeta un “no me jodas” que suena a tertulia
televisiva en momento de especial tensión y brillantina. AA se
coloca el rizo con mucho juego de codo y mano cambiada, con lo que se
constela de indulgencia y seguridad. El deje chulesco no lo cuelga en
la cercanía, es un gigante de silueta, grave, pecho al frente,
curtido en lides de pluma y max factor. Apenas nos sirven, el
primer palmero presenta coincidencias:
―Yo
a ti te conozco.
―Sí,
hombre, sí...
―¿No
eres tú el de las campanadas de Canal Sur?
―¿Pues
no te digo que sí?
Y
la cosa monocorde y venial que es el vermú de grifo se va
convirtiendo poco a poco en rumor alegre, con mucha exclamación de
realismo, que para alguien como yo es imponerse serias especulaciones
(porque al Moët y a la berenjena de Almagro no llego). Comprendo
entonces el alma inconsciente que me ha tocado hollar de lanas, que
nunca será como el alma del pastor renegro de calor por los
corrales, y celebro en lo más íntimo y marginal de mí la procesión
de los momentos.
Uno
es que todavía espera prosperar.
―¿Así
que de abogados, dices?
―Movidas,
Martín. Que soy muy de disparar a sangre fría, y para eso hay que
andar convencido.
―¿No
se trata precisamente de eso? ¿De tirarse en plancha aun sin pleno
convencimiento?
―Si
me empiezas a mezclar las cosas...
―No
sé, mira.
―Traigo
un mérito de delirio cuya música se sueña parecida a lo que arde.
Ahí está todo.
―Eso
decía...
―Pues
no hay más explicaciones. Y tú, cuéntame, ¿en qué andas ahora?
―Buscando
las ondas, esperando a que me encuentren.
―Tú
eres un traficante de magnolias. Y te van a escarmentar un día.
―A
Umbral nunca lo escarmentaron...
―Umbral
sólo comía tomates.
―Y
mentía.
―Para
seguir con el juego. Dejar de ser Umbral le aburría soberanamente.
―Yo
no invento ando escaso de inventiva.
―¡Suenen las gramolas!
―Oyes, pedimos otra...
―¡Suenen las gramolas!
―Oyes, pedimos otra...
―Pero
con menos sulfito.
La
parla amistosa, el frenesí de las devotas alucinadas y cachondas
(Jesús el Pobre será pobre pero tremenda plétora mujeril le
tienta), el acometernos de ideas. Yo estoy mirando a
AA y AA me mira y sonríe y el propio acto viene a rematar su
obra de caridad finisemanal, asumo, porque en viernes uno trae ideas
noctívagas y al pobretón de flequillo esmerilado no se le puede negar audiencia, claro.
El
sol se va descolgando del cielo, el cielo cuajado de un azul de
rictus perjuicioso, el agravio de los relevos astrales, pero yo estoy
muy a gusto con las gafas de sol. Voy a encender un cigarro, no hay
cigarro, me ha comprado un paquete la señorona esta misma mañana,
vaya un ritmo, chico.
―AA,
que me des un cigarro. Que te los has fumado todos.
―Pero
si yo no fumo ya, notorio.
―Je
suis désolé.
―Eso
te lo dirá la belga...
Pasa
el rato. Me voy revelando en un presentimiento de fin de encuentro,
de regreso a mi cosa típica de paradas de tren y depredación
coqueta por exposiciones y museos. La exigencia la siento ya, me
asciende como mandato desde las plantas de los pies, sacúdase el
pantalón, añada un litro de agua al pelo, no eructe, no blasfeme,
mire, ahí tiene ya una, le está mirando, ¿me está mirando? Sí,
no está mal, no está nada mal, ahí debe tener invertidos unos
miles, y ahí también, y vaya con la rinoplastia... ésta tiene
acero, si vas a ver, que las intuyes como apelos a fragilidades
emocionales, todo es fijar las tangentes del plan, ya no
se te escapa una.
―Martín,
que mientras apuras esa copa, una vida se ha declarado desierta.
―¿Y
ya te vas?
―Mañana
tengo radio.
Y
AA es un zorro con esclavina bajando de tres en tres los peldaños, o
de dos en dos. Se traspone prodigiosamente en salteador de caminos
como si se enfundase traje de baño, es borrasca rápida y oscura, y
tiene en el ademán algo de cada uno de los artistas, frikis y putas con los que ha pronunciado. A más de ser hermano de un
invierno herido.
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