Aquí, de procastín locutoriano, que es una página de mis CUMBRES BORRASCOSAS doblada hacia la calle mojada, estoy magnífico.
Me rondan los palmeros del
bulevar; el bule, si se me permite.
―Que
salgas pa fuera, que dan comida de mono.
―Bueno.
Y
luego Simó, SIMÓ, complacida en ejercer su coacción lírica contra
mí:
―¿Qué
práctica observan los borrachos como tú?
―Pues
mira: primero, no desayunar, para que las ganas vengan tibias.
―¡Qué
práctico!
―Segundo:
buscarse las apreturas por cualquier lado.
―¡Anda!
―Tercero:
vocear y dar unas coces así como hieráticas, con mucho juego de
pezuña, para que no te tengan por perezoso.
―¡Qué
tío!
Amén
de no perderle el pulso a los usos sociales, claro, aunque esto no se
lo he dicho, por lo de conciliar reinserciones (esta chica
estremece).
Lo
cual que, aunque me cunda la atrofia, me resisto al tremendismo
espectral del bulevar, que tengo que escribir esta entrada.
Vuelvo
al locutorio y a lo de los usos sociales; los
usos sociales son normas que estructuran la acción humana y la
convivencia social en aquellos aspectos no preceptuados por los
ordenamientos jurídicos, morales o políticos.
Pues muy bien, oye, SUPERB. ¿Y qué hago con los descuidados de
bolsa? Es que ando un poco insolvente...
Paseo
la vista a través del escaparate (estoy de maniquí, pegado a la
cristalera) y como que quiero encontrarme en la brisa del paseo, y en
lo tembloroso de unas luces de quiosco gitano.
―¡Niño,
el generador!
La
tesis de esta entrada es más bien burda: ¿cuántos os sentís
huérfanos de alientos cercanos/risas descaradas? (la del Pequeño
Nicolás no vale). Vivimos una soterrada fiebre de “enviar
solicitudes de amistad”, de contactos, de notificaciones. El
alcohol sube muchos grados en todas las cabezas, y el rico
espectáculo humano tarda en deslumbrarnos, porque aún nos
resistimos. Oye, Simó, ¿pedimos un chivas? Andas secreteando entre
agradecimientos y cercanías, pero... ¿nos damos calderilla?
He
dejado al hombre; juego a enviar mensajes privados.
¡Qué
desmayo!
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